Por Luciana Gallegos

Estos productos comunicativos han sido escritos por profesionales costarricenses que han participado en el Laboratorio de crítica cinematográfica del CRFIC. Las opiniones aquí reflejadas son exclusivas de los críticos y no necesariamente representan la posición del festival.

En De jueves a domingo (2012), la placentera ópera prima de Dominga Sotomayor —directora y guionista chilena, y fundadora de la productora Cinestación—, una fricción se difunde gradualmente conforme avanza el largometraje. La película comienza con una escena apacible, contemplativa. Desde el interior de una casa, la cámara estática registra una cama, una ventana y, afuera a lo lejos, un carro parqueado. Un hombre (Francisco Pérez-Bannen) alza a su hija Lucía (Santi Ahumada) de la cama y la lleva alzada hacia afuera. Está amaneciendo, escuchamos cantos de pájaros y, aunque pasan apenas tres minutos, se nota cómo la claridad del día aumenta. Es el comienzo de un viaje familiar que, muchas veces dentro del espacio cerrado del auto, muestra un conflicto latente entre el padre y la madre (Paola Giannini), al mismo tiempo que permite observar cómo sus dos hijos, especialmente Lucía, reconocen las fracturas en el ambiente.

 

Varios de los ingredientes aludidos —atmósfera de disputas apenas aplacadas, énfasis en las experiencias de los personajes más jóvenes, desarrollo sereno— se repiten en Tarde para morir joven, situada en una comuna rural donde varias familias se preparan para festejar el año nuevo. Las fuentes de inquietud son múltiples. La tirante relación entre Sofía (Demian Hernández) y Lucas (Antar Machado), quien claramente está interesado en acercarse a Sofía, y la busca constantemente con su mirada, mientras a ella le preocupa más la atención de Ignacio (Matías Oviedo), un vecino mayor. La angustia de Sofía sobre su madre ausente. Las alertas frecuentes: el riesgo de incendio, una casa robada, policías en la autopista, la conexión de agua interceptada. Y, de pasada, ciertos choques de clases o tropiezos de los adultos, entre ellos la mamá de Lucas, Elena, un personaje errático y, gracias a la interpretación de Antonia Zegers, encantador. Celos e incomodidades de juventud se combinan con luchas sociales difusas. Si bien la acumulación de esos indicadores de intranquilidad no se exalta para crear un suspenso sostenido e intenso —no hay música agitada ni sonidos o cortes abruptos, entre otras convenciones posibles—, se sugiere la sensación de que un estallido podría estar cerca.

 

Un momento de exaltación ausente de forma explícita en la película: el fin de la dictadura de Pinochet. Sotomayor ha expresado que el año nuevo celebrado en la trama —inspirada por hechos biográficos que sucedieron cuando ella tenía cinco años, y luego pudo ver en VHS— es el 1990. Es decir, pocos días después de la primera elección presidencial posterior al plebiscito chileno de 1988, y pocas semanas antes de que finalizara el periodo de Pinochet como presidente de facto. Aunque se alude a la época general por medio de la música que se escucha, y algunas decoraciones en el cuarto de Sofía, admito que la única razón por la que pensé en esa transición política fue su mención en la sinopsis oficial. En ese entorno desconectado de la ciudad, donde quizá el tema del cambio de gobierno era más ineludible, Sotomayor resalta otro tipo de transiciones e intermedios más íntimos, como la adolescencia. Principalmente por medio de los personajes de Sofía y Lucas, el largometraje evoca la experiencia adolescente (ojalá solo adolescente) de sentirse intensamente incómodo, pegajoso e inseguro. Por la fuerza de esa evocación, me hizo pensar en Portrait d'une jeune fille de la fin des années 60 à Bruxelles (1968), de Chantal Akerman, otro vistazo afectuoso que apunta a la juventud.

 

En Tarde para morir joven, los hilos narrativos principales son acompañados por viñetas musicales, como Sofía tocando acordeón, e instantes de los niños pedaleando en masa de un sitio a otro. En parte por esos pequeños detalles, el estilo de las obras de Sotomayor —incluyendo cortos como Debajo (2007), una mirada aérea a un grupo de personas reunidas para presenciar un eclipse, o Videojuego (2008), en el cual una niña juega con un Nintendo Wii mientras, de fondo, sus padres se separan— me resulta al mismo tiempo melancólico y acogedor. En esa misma onda, resultan muy apropiadas tanto la música tristona de Mazzy Star (versionada en los créditos finales por la banda chilena Marineros) como las imágenes ralentizadas de Frida, la perra que Clara creía suya, al final de la película. Frida se escapa; Clara decide no perseguirla más. Por unos segundos la cámara se mueve detrás de la perrita, quien huye apresurada entre polvo y humo. Luego, finalmente, la cámara se detiene y, como Clara, la deja alejarse.

 

País: Chile-Brasil-Argentina-Países Bajos-Qatar

Año: 2018

Título original: Tarde para morir joven

Dirección: Dominga Sotomayor

Etiquetas: 
7CRFIC, Crítica