Por Mariana Alpízar Guerrero 

Dejo, en fin, mi vida. Mi vida que solo fue un breve canto, un ínfimo y divino soplo.

-Carlos Ulloa

 

El Puma de Quelepa es una película experimental del director salvadoreño Víctor Ruano, quien, tal como ha mostrado en otros de sus trabajos, no tiene ningún temor de tomar riesgos no solo en lo estético, sino también en el contenido, al presentarnos una propuesta en blanco y negro, con ausencia casi total de la palabra y un juego de imágenes que retratan de manera surrealista y con temporalidad lenta, la cotidianidad de un hombre en la imponente montaña de Quelepa. Las tomas realizadas demuestran un conocimiento profundo de la selva y tienen tal potencia que ni los diálogos ni el color son necesarios.  

 

El director ha mencionado que se inspira en su compañero de universidad, Carlos Ulloa, el cual se suicidó a corta edad sin que quedaran claras las razones. Esta incertidumbre es respetada en la película al mostrar un decaimiento del personaje central cuya existencia es pesada, pero no se busca dar una única respuesta a su muerte. El director aborda la relación hombre-naturaleza y la contradicción entre lo bello y lo grotesco, incluso en algún momento estos elementos se fusionan convirtiéndose en un relato sobre lo abyecto, es decir, sobre aquello que nos parece extraño de nosotrxs mismxs y que a su vez nos define. Por ejemplo, nos topamos con las contradicciones que van entre lo contemplativo y la alienación: por una parte, vemos un sujeto pensativo mientras fuma marihuana en el campo y, posteriormente, lo vemos perdido en el alcohol, sin poder sostenerse en pie. En otra de las escenas lo vemos jugando con las vacas mientras estas pasan delante suyo y posteriormente matando a una de ellas de una forma sanguinaria. Es decir, nos conecta con el atractivo de este sujeto y también con su lado salvaje. 

La montaña, aunque parece indomable, es también parte del personaje principal. La naturaleza se nos presenta sin límites, para estallar en forma de lluvia, truenos, de pájaros que se abren paso como si quisieran romper el cielo, del volcán que toma fuerza. El Puma, como le decían a Carlos Ulloa, es un ser tan salvaje como contemplativo y también, como sucede con su entorno, pareciera haber perdido el miedo a la incertidumbre de lo que le rodea, a la imprevisible naturaleza e incluso, a la muerte. En algunos momentos esta aparece domada, es amiga, alimento, incluso es esclava, también es inmensa e inabarcable, sorpresiva y nunca comprensible. 

 

Existe una superposición entre el hombre y la naturaleza, es por ello que el Puma se aprovecha de esos pequeños lapsos en los que parece controlar su existencia, su sexualidad es satisfecha temporalmente, pero siempre requiere de algo más: Una mujer no basta, el alcohol se derrama, él mismo se deshace, su decadencia sigue y, en vez de parar, el personaje principal se precipita hacia ella. Contempla a una mujer bailar y su mirada que va desde el asombro infantilizado al deseo masculinizado tradicional, en el que los cuerpos son fragmentados por la cámara retratando una realidad de la sexualidad en la que solo importan algunas partes y no el todo.   

 

Debido a que carecemos de colores, no logramos distinguir entre el rojo de la sangre, el blanquecino semen y la transparencia amarillenta de la cerveza, lo que nos hace pensar en un sujeto al que se le escurre la vida en medio de una imponente montaña.