Por Alonso Aguilar

Estos productos comunicativos han sido escritos por profesionales costarricenses que han participado en el Laboratorio de crítica cinematográfica del CRFIC. Las opiniones aquí reflejadas son exclusivas de los críticos y no necesariamente representan la posición del festival.

Existe un carácter irracional inherente a cualquier acto autoritario. La violencia y la imposición no conviven bien en el campo del diálogo y las ideas, por lo que su triunfo también implica una derrota para el significado. En Rojo (2018), el director argentino Benjamín Naishtat apropia este absurdo y lo hace el centro de un hipnótico thriller.

La trama se sitúa en “las provincias argentinas” a mediados de la década de los setenta. Su protagonista es un presumido abogado llamado Claudio (Darío Grandinetti), quien luego de un fulgurante altercado con un extraño en un restaurante, empieza a notar cómo su existencia se complica paulatinamente.

En un filme tradicional, esta sinopsis serviría como el desencadenante para una narrativa de procesal policial, donde el énfasis estaría en el proceso de encubrimiento y los incidentes alrededor. En Rojo, una elipsis de tres meses llega de inmediato para desplazar temporal y psicológicamente tanto al personaje como al espectador.

Afín a la atmósfera brumosa y estructura desarticulada de la literatura posmoderna, y filmes basados en ella como Inherent Vice (2014), de Paul Thomas Anderson, y Zama (2016), de Lucrecia Martel, Benjamín Naishtat construye un mundo paranoico y ligeramente surreal a través de una deconstrucción del cine de género y sus estéticas.

Para el cineasta formado en la austeridad del lenguaje del Nuevo Cine Argentino, la narrativa detectivesca le proporciona una oportunidad para hacer un uso lúdico de sus característicos planos largos y estáticos y estilo aséptico.

Los zoom, los ángulos inusuales y la musicalización pop replican los excesos formales de la época, pero lo hacen desde una distancia que exalta su artificio. Así mismo sucede con los portentosos diálogos de los personajes y su interpretación amplificada por parte de los actores, sobre todo el inquisidor detective encarnado por Alfredo Castro.

En el largometraje, el interés por situarse en un tiempo particular no significa un intento de representarlo con naturalismo, sino más bien una oportunidad para comentar sobre él.

El contexto del inminente golpe de estado y auge de la Alianza Anticomunista Argentina (grupo paramilitar de ultraderecha que propició la ejecución clandestina y desaparición de cientos de personas en los ‘70) es el hilo conductor que guía la serie de viñetas que es la narrativa del filme.

Shows de magia, conversaciones en vestidores y hasta comerciales de caramelos están teñidos de un aura amenazante, donde el miedo creciente y la inseguridad consume a todo aquel que habita el mundo de la película, y lo irradia a través de las expresiones más minúsculas.

De cierta manera, Rojo se entiende mejor como un retrato de una sociedad en transición. Las múltiples historias secundarias alcanzan poco o nada en términos de resolución, ya que sus problemas son consumidos por la futilidad de un mal mayor.

Con un tratamiento rebosante de ingenio, Benjamín Naishtat saca a relucir cómo un escabroso conflicto moral se puede convertir en una catástrofe cuando se trata de un mundo “sin ley y sin Dios”, donde sin el consuelo de algún valor o convicción, lo que queda es nada.

 

País: Argentina-Brasil-Francia-Países Bajos-Alemania

Año: 2018

Título original: Rojo

Dirección: Benjamín Naishtat

Etiquetas: 
7CRFIC, Crítica